Sunday, December 31, 2006

EL SACERDOTE RENACIDO



Era un día gris, de ese gris de fotografía en blanco y negro, gris como la vida del común de los mortales, y yo corría hacia el autobús en medio de una lluvia también gris, fría, punzante. Ahí estaba, delante de mí, diseño años cincuenta, ventanas pequeñas y, para mi sorpresa, de un color crema limpio, partido en dos por un corte granate vivo y curvo, como el corte en la antigua Coca-Cola, y que se extendía desde los faros hasta el arco de la rueda trasera. Por fin un color vivo pensé mientras me abría paso a través de un pequeño grupo de gente que se despedía obstruyendo así la puerta. Subí los tres escalones de metal, giré a la derecha pasillo abajo hasta mi asiento, me acomodé para el viaje, el bolso bajo el asiento, la gabardina en la parrilla encima de mi cabeza y el periódico en mi regazo.

Me pareció que había pasado un buen rato cuando el autobús paró con un chirrido de frenos cansados. Me levanté, estiré las piernas, me dirigí a la puerta y accedí a una rampa parecida a las que se usan en la descarga de pasajeros de los aviones, aunque no me pareció nada extraño. Noté que me había cortado el dedo en una rebaba de metal de la barandilla al pasar del autobús a la rampa y me estremecí al ver la sangre roja y pasarme el pulgar por el corte para secarla. Nada serio. El rojo se difuminó hasta convertirse en blanco. Naturalmente, la rampa parecía hundirse en la distancia y sentí la nítida sensación del blanco paisaje penetrando mi carne, todo era tan fluorescentemente blanco. Tuve la sensación de que mucha gente iba y venía, de prisa, dando empujones a mi alrededor, pero no podía verlas porque, razoné, estaba demasiado pendiente de mí mismo y de mis pensamientos. El rojo estaba en mi mente.

Sin embargo, algunos sonidos sí me importunaron. Fui consciente del sonido distante de un mazo de madera que golpeaba el mango de madera de un cincel, o al menos esa fue la asociación que hice, un golpe seco y silenciado, y de lo que parecían gritos, o carcajadas histéricas procedentes de algún lugar indeterminado a mi derecha, que hacían eco, un eco hueco en la distancia conforme avanzaba por la rampa. Todo de un blanco quirúrgico y frío y mis compañeros de viaje se habían convertido en simples fantasmas a mi alrededor, así de ensimismado estaba.

Finalmente la rampa me trasladó a una sala enorme, tenebrosa, de dimensiones catedralicias, paredes de hasta cuatro metros de altura, suelos, todo alicatado en blanco, el resto de pintura blanca, satinada y con suficientes fluorescentes blancas como para cegar a cualquiera que mirara demasiado. Delante nuestro había tres mostradores de azulejo blanco, cada uno de tres metros de longitud y noventa centímetros de ancho, con una greca de azulejos, que ilustraban el oficio del carnicero en azul real, alrededor del borde superior, justo bajo las encimeras de un mármol crema pálido. Estos eran los colores del día, crema, granate, rojo y azul real. A unos cinco metros detrás de cada mostrador había enormes puertas de madera, arqueadas en la parte superior, tintadas de negro y pensé que vagamente podía adivinar figuras en relieve, pero no estaba seguro. La idea de una iglesia o monasterio se iluminó en mi mente, se fue apagando y murió.

En el mostrador de mi derecha pude distinguir un trozo de carne sobre una bandeja de polietileno blanco cuidadosamente envuelto en plástico transparente. Pegado al envoltorio pude ver con claridad un código de barras debidamente subrayado por una hilera de números, que no pude descifrar. Alcé un momento la mirada y me pareció ver una figura desaparecer tras la puerta y, al cerrarse, percibí el sonido seco y silenciado que antes había oído en la distancia, pero, esta vez, mucho más claramente. Un golpe sordo, un traqueteo como de puertas metálicas que se abren y el sonido de algo golpeando algo mucho más duro. Un olor a desinfectante, algo ligeramente más dulce.

Miré al frente y vi un pedazo de carne sobre el mostrador, por su color, fresco, fresquísimo. Levanté la mirada justamente cuando la puerta empezaba a cerrarse y creí vislumbrar el delantal de un carnicero en rápida retirada, pero no pude estar seguro porque no estuve lo suficientemente alerta. Lo que sí advertí fue que las gritos no eran carcajadas histéricas, a no ser que las carcajadas histéricas fueran una reacción automática a la proximidad de un dolor extremo. Sentí entonces un olor empalagosamente dulce. Lo sentí en lo más profundo de mi garganta.

Al mover cabeza ligeramente a la derecha me encontré mirando a los ojos de un hombre feo, más bien bajo, de cara redonda y con una sonrisa que lo delataba, sabía exactamente lo que hacía y hacía exactamente lo que se le mandaba. Su delantal, de rayas azules y blancas, aparecía manchado de un color muy similar, a la altura de su estómago y allí donde colgaban sus manos, al del gran trozo de carne que con toda tranquilidad había dejado caer, o más bien lanzado sobre el mármol color crema. Cuando pasó de nuevo por la puerta las agudas súplicas y los gritos de dolor no pudieron distraerme de la belleza del rojo, crema y azul mientras una gota roja y solitaria lentamente se deslizaba por una de las escenas de carnicería en azul real. Un olor empalagosamente dulce, a algo en descomposición, recordatorio de mi infancia, pegado a mi garganta, y justo al cerrarse la puerta, me pareció escuchar el zumbido de insectos. Moscas negras, azulejos blancos. Miré a mi alrededor pero no había ni una. Moscas negras. Puertas negras.

Indiscutiblemente, fue mi próximo pensamiento, nos ofrecerán algo que comprar, algo que llevarnos para el viaje. Pero empecé a sentirme extraño porque los fantasmas volvían a tomar cuerpo y otra idea, más perversamente excitante, estaba tomando forma en mi cabeza, se nos estaba mostrando lo que somos y en lo que pronto nos iban a convertir. Y mis compañeros de viaje dejaron de ser mis compañeros.

Todos los fantasmas estaban enfocados y todos estaban desnudos y todos eran bellos, de hecho, preciosos, y me vi a mí mismo, feo, y cuanta más belleza percibía más grotesco me veía y más aborrecía la belleza. Así que concentré la mirada en los corrales a los que nos habían conducido y en las tres rampas más de las que no me había percatado hasta entonces, que conducían a algún bajo lugar más allá de las puertas, El horror fue una puñalada en el estómago que me cortó la respiración. No fue el dolor del sacrificio lo que me golpeó sino el horror de comprender que estaba destinado a tomar parte en ello, a destruir la belleza de la forma más cruel, y no sólo eso, sino que además estaba destinado a disfrutar con la faena.



Cualquiera que hubiera estado presente allí habría visto una sonrisa en mi cara que me delataba, sabía exactamente lo que hacía y hacía exactamente lo que se me mandaba al conducir a los guapos, a los bellos hacia la rampa, que se perdía tras las dos puertas y desde donde las mejores súplicas, gritos y quejidos emergían para mi deleite. Había renacido.

Sonó la bocina del autobús. Levanté la mirada desde mi asiento de la sala de espera. Era un día gris, de ese gris de fotografía en blanco y negro, gris como la vida del común de los mortales, y yo corría hacia el autobús en medio de una lluvia gris, fría, punzante. Ahí estaba, delante de mí, diseño años cincuenta, ventanas pequeñas y, para mi sorpresa, de un color crema limpio, partido en dos por un corte granate vivo y curvo, como el corte en la antigua Coca-Cola, y que se extendía desde los faros hasta el arco de la rueda trasera. Por fin un color vivo pensé mientras me abría paso a través de un pequeño grupo de gente que se despedía obstruyendo así la puerta. Subí los tres escalones de metal, giré a la derecha pasillo abajo hasta mi asiento, me acomodé para el viaje, el bolso bajo el asiento, la gabardina mojada en la parrilla encima mi cabeza y el periódico en mi regazo. Un dedo dolorido. El conductor tocó de nuevo la bocina, se levantó de su asiento y se dirigió a la puerta desde donde miró la lluvia, quizá en busca de un pasajero tardío, más probablemente maldiciendo su suerte por tener que conducir en el temporal.

Sonó la bocina del autobús. Levanté la mirada del periódico y mis ojos se encontraron con el mismo día gris de antes. Sabía que no podía haber sido un sueño, Nunca recuerdo los sueños, como mucho un color aquí o allí, o un incidente aislado, pero nada más. De todos modos deslicé la mirada por el artículo que había estado leyendo momentos antes y decía,-

El borrador del documento establece que los mataderos tendrán que diseñarse “para no causar al animal agitación, dolor o sufrimiento innecesarios”, pero permite excepciones “cuando el sacrificio siga los ritos específicos de iglesias y religiones”(1)

Nada malo en ello pues, pensé, mientras me acomodé para el viaje.






(1)EL PAÍS, un diario español. 3 de noviembre 2006. De un artículo sobre leyes que tendrán lugar a favor de la protección y la “dignidad” de los animales.